HÚMEDO DE CAMPAMENTO - BORRADORES JABB

Pasaban por la avenida, subían, bajaban, iban, venían, algunos aceleraban el paso al llegar a la intersección y otros se detenían, los coches paraban y seguían sin cesar, siempre el mismo proceso, parar, seguir, acelerar el paso, parar; lograba divisar algunos rasgos y recordaba cada uno de sus movimientos, yo no correspondía a su naturaleza, o mejor dicho no me hacía a ella, sentado en el balcón quinto del edificio, pues para mí solo había un edificio, miraba  y de vez en vez bajaba la mirada por segundos para leer el diario o tomar de la taza de café que yacían sobre la mesa, y esa era mi vida, comer, estudiar, observar, día a día, tarde a tarde, solo me detenía para preparar la pitanza, y al instante continuaba, comiendo, estudiando y observando a las diminutas hormigas, al conjunto de granos de arena, que subían, bajaban, se detenían, seguían, iban, venían.


Hoy llamó mi hermana, Sarah. Sonó el clásico timbre del teléfono (que por cierto había escuchado ya, más de un millón de veces y no había escuchado nunca a la vez, pues parece tener un sonido diferente dependiendo del tiempo, la situación y el problema); esta vez era sólo para preguntar por mi salud, fui conciso, le dije que me encontraba bien y colgué, volví al balcón, apresurado por la fuerza de la costumbre, a realizar la cotidiana acción, de la que la distracción en mis días depende, cogí el periódico y mientras leía las noticias vagamente, tome un poco de café, deje la taza sobre el fino plato de porcelana y pasé al tercer paso de mi vida, observar. Era extraño, veía todo diferente y símil al mismo tiempo, eran las mismas personas que pasaban por ahí de la misma manera todas las mañanas a las nueve en punto, pero había algo en sus rostros, que apenas podía divisar por cierto que no era igual, su rostros eran más duros, secos, avejentados, y aquellos que ayer vi como niños, eran ahora hombres maduros, acompañados, en ocasiones, de hermosas damas, en las que pude reconocer la esencia, el ser de aquellas niñas que ayer mismo había visto jugando en las aceras o corriendo para llegar a la escuela a tiempo. 


Recordé que  había dejado la cacerola en el horno y fui por ella con un poco de desconcierto aún, crucé la sala, el pasadizo, entre a la cocina, rechinaban la bisagras, y el movimiento cotidiano de la puerta de vaivén  se veía afectado, alterado por el excesivo rozamiento de los metales,  abrí la puerta del horno, y al posar la palma sobre la manija del cajón me percate, de la flacidez, la sequedad, de la gran cantidad de pecas y arrugas que cubrían su dorso, por inercia y aunque solté la manija al instante por el asombro, se abrió la portezuela de la máquina, no había platillo alguno, salí de la habitación, la puerta era inservible y las bisagras se habían vuelto inútiles, el gran pedazo de madera se desprendió de la pared a mi paso, llegue al estar me paré en frente del espejo, no era yo aunque era la misma persona, es decir, era yo, pero, como la gente de afuera, seco, viejo, arrugado, no tenía más los  treinta y cinco años que tenía hace  veinte minutos, era viejo, las paredes, se transformaron conmigo, la pintura se descascaraba, el papel estaba rasgado, las alfombras manchadas, era de tarde, volví la vista al espejo había cambiado de nuevo, era aún más viejo, el espejo era diferente, las paredes estaban recién pintadas, el papel recién pegado adherido al cemento fuertemente,  las alfombras de estreno, la puerta ajustada con relucientes bisagras de nuevo en su lugar.


Caminé hacia el balcón, lugar que hasta ese momento me había dado momentos de alegría, distracción, me asome por la baranda, y pude ver cómo la gente de las diez caminaba por la avenida, tan viejos como yo los adultos que solía conocer, adultos que antes habrían sido infantes, niños que veía por primera, vez, seguían subiendo, bajando y yo estudiando, observando, escuche el timbre y lentamente, pues mis rodillas no me permitían ir más rápido, llegue a la puerta y miré por lente de vidrio que obstruía la comunicación creada por el orificio en medio de la puerta entre el modesto apartamento y el exterior, pude ver, a una mujer unos cuantos años mayor que yo, obesa, arrugada, encorvada, e increíblemente pude reconocer algunos  rasgos de Sarah en ella abrí la puerta y mis sospechas quedaron confirmadas, me abrazó aunque con pocas fuerzas, con gran cariño, pasó, pues ya conocía el camino, y se sentó en uno de los sofás de la sala, me moví hasta ahí con más dificultad que con la que salí a recibirla  y le ofrecí algo de café, entré a la concina, estaba en mejor estado del que la recordaba y saque algunos granos de café, los puse en la máquina con agua y esperé. Salí de la cocina con el encargo, y no estaba más, de manera inexplicable había desaparecido, llame a su casa, contesto la enfermera, me dijo que había fallecido hace meses, con algo de extrañeza, ¿Debía saber eso?, pero cómo creerlo si hace unos cuantos minutos estaba sentada en el sofá de mi sala, colgué, pero volví a llamar, pregunté entonces por mi sobrina, me contesto una mujer, y le dije con gran dificultad, pues algo sucedía con mi voz que no me permitía hacerlo a la perfección, -Sally, ¿Eres tú?- , la voz detrás de la bocina respondió –La señora Sally no vive aquí desde hace cinco años-, me disculpé y colgué de nuevo, volví al balcón, la avenida estaba vacía, ni viejos, ni jóvenes, ni niños, ya no corrían a la escuela, ya no subían, no bajaban, no se detenían, pero tampoco avanzaban, ya no estudiaba, no observaba, llegué a mi recamara y caí profundamente dormido.


Desperté, mi cama había cambiado de composición, era más dura, mi habitación, estrechísima, más oscura, me costaba respirar, y el leve olor de tierra húmeda en el que solía fijarme las mañanas de campamento, era ahora el perfume que embargaba el incomodísimo espacio, entonces comprendí, que realmente había dejado de comer, observar, estudiar y que el mundo, para mi había, dejado de subir, bajar, acelerar el paso, detenerse, habíamos dejado de vivir, habíamos de dejado de existir.

 

 

Joaquín Alonzo Butrón Begazo 

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